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Adama Sylla, pionero de la fotografía africana


Por Alberto G. Palomo desde Saint Louis (Senegal)


Adama Sylla, senegalés de 87 años, ha registrado el día a día de esta urbe a lo largo de las décadas con su objetivo y sus pinceles. Además, guarda un archivo histórico de más de 40.000 documentos, entre imágenes, cuadros o artículos de prensa, que muestran los cambios de la ciudad según la época.



Incluso teniendo un patio donde se amontona la tierra y varias estancias distribuidas casi a modo de cortijo andaluz, Adama -Sylla prefiere la oscuridad de un cuarto esquinado. Entre cuatro paredes de hormigón iluminadas por una tenue bombilla y plagadas de objetos que entorpecen cualquier movimiento, el fotógrafo de 87 años empeña las horas catalogando sus instantáneas o dando rienda suelta a otra de sus pasiones, la pintura. Con más de 40.000 documentos entre artículos de periódico, cuadros, imágenes o una miscelánea de papeles, se podría decir sin titubeos que esta célebre personalidad atesora la memoria histórica de su ciudad, Saint Louis (Senegal).

«Guardo todo», reconoce en esa penumbra que ofrece intimidad y mitiga el calor de la calle. Adama Sylla recibe con una camisa holgada y blanca –demasiado blanca para el mejunje de pinturas y polvo que le rodea– bajo un kufi oscuro, el tradicional gorro africano que se utiliza por una motivación religiosa o como símbolo de autoridad. Él, en cierto modo, lo es: «He trabajado en escuelas, con alumnos, y en organismos oficiales, con muchas personas distintas. Aquí me conoce mucha gente, soy muy popular», acepta en voz baja, pausada, refiriéndose a Saint Louis, su lugar de residencia.


Un hombre contempla una fotografía de Sylla en una exposición sobre su obra en Saint Louis. Fotografía: José Miguel Cerezo Sáez



Aunque, en realidad, Sylla nació en la región de Casamance (ver MN 667, pp. 20-25), al sur, en 1934. De allí partió a este puerto mítico ubicado a pocos kilómetros de la frontera con Mauritania. En la década de los 50 empezó a desarrollar esa pasión que hoy provoca el orgullo y la admiración de los vecinos. Con una juventud de estreno y absorbiendo la atmósfera vibrante que procuraban sus diferentes distritos, se atrevió con la fotografía. «Con 20 años ya trabajaba con algunos estudios o publicaciones», indica, rememorando aquella etapa de júbilo: al trasluz de unas gafas con montura y lentes robustas se adivina una chispa en las pupilas.

Por aquellos días, Saint Louis era un nudo comercial y cultural de África occidental. Constaba como colonia francesa y como capital del país junto a la contigua Mauritania. La metrópoli albergaba un canal de correspondencia aérea y marítima con los continentes americano y europeo, y su población competía en número con la de Dakar, que tomó el relevo institucional en 1960, tras la independencia. En la actualidad ronda los 250.000 habitantes. Por la isla que se forma en la desembocadura del río Senegal –principal núcleo administrativo, declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2000 y unido a tierra firme por el puente Faidherbe, diseñado por Gustave -Eiffel– -caminaban negociantes, buscavidas o viajeros, aparte de los moradores habituales.
 
Detalle de fotografías y notas personales de Adama Sylla en su casa de Saint Louis. Fotografía: José Miguel Cerezo Sáez
Una forma de ganarse la vida

Sylla, que ya manejaba alguno de los múltiples aparatos provenientes de ultramar, se formó en la Casa de la Juventud. Este centro de creación sirvió de trampolín a un longevo oficio. Primero le dio la oportunidad de ejercer en el laboratorio del denominado Instituto Fundamental del África Negra –hoy Centro de Búsqueda y Documentación de Senegal (CRDS, por sus siglas en francés)– y después le empujó a emprender por su cuenta. Con algunas lecciones adquiridas y una cámara réflex, el veinteañero montó un pequeño local en su casa, situada entonces en Guet N’dar, al otro lado del parcelado colonial y nicho de pescadores.

Era esa comunidad, llamada lebou, con una posición económica medianamente cómoda, quien solicitaba sus servicios. Retrataba a los diferentes familiares en situaciones dignas de ser inmortalizadas: el regreso de una ardua travesía a bordo de una embarcación –los famosos cayucos o pirogues–, el nacimiento de un niño, su aniversario o un enlace matrimonial. Lo catalogado ahora en tono jocoso como «la BBC de la fotografía» –bodas, bautizos y comuniones– le servía de ejercicio lucrativo para ir avanzando en sus objetivos: «Respondía a motivos de identidad», anota. Aquello le proporcionaba «el placer del estudio», según sus palabras, pero no el trajín de lo cotidiano.

De esa labor provechosa pasó a una faceta multidisciplinar. «Podía ganar en un día lo de un mes porque venía gente adinerada», apunta bajo ese collage de lienzos y archivadores que le envuelve durante tantas horas de soledad justo al otro lado de la urbe, en el barrio residencial de Ndioloffène. Adama Sylla gozaba ya de cierta reputación. Ni siquiera le hacía falta publicidad para que acudieran clientes. «Era el fotógrafo del barrio», señala, calculando que podía revelar unos 100 clichés al día. Con esos grabados aumentaba su fortuna y soñaba con otros lances: en medio de un ambiente convulso, con una descolonización en proceso y la incertidumbre del futuro, el profesional quiso dar un brinco al latir callejero.

«Hacía de todo: deportes, paisaje, arte o celebraciones», recuerda. De repente, salió de lo estático al movimiento. De la habitación al aire libre. «En 1964 estuve un año en París y me decidí a probar», esgrime, pedaleando a duras penas por su agitada biografía. «También fui a Gambia, Costa de Marfil, Congo o Alemania. ¡Vi Múnich, Dusseldorf, Hamburgo…, 11 ciudades alemanas invitado por el Gobierno Federal, en 1968!», exclama entre divagaciones: «Lo que nunca quise fue quedarme en Europa. Si acaso, unas semanas». Eso sí, le quedó claro que su papel era documentar, registrar los cambios de cada época.

Fue en esos tiempos cuando imprimió sus imágenes más icónicas, como la que muestra a una chica tendida en una cama, sonriente, que decoró la avenida principal de Saint Louis durante meses gracias a la exposición con la que debutó. O la de cuatro mujeres vestidas de gala y con porte coqueto, preparadas para una fiesta. O la de un joven con pantalones acampanados en el límite de la ciudad.


Fotografía: José Miguel Cerezo Sáez

La labor del guardián

Todas conforman ahora un relato indeleble de Saint Louis. Su lugar de adopción le ha inspirado en su trayectoria, que siguió creciendo. A raíz de ese archivo que iba construyendo a costa de patear las calles, se convirtió en historiador y museógrafo, como le gusta definirse. «Empecé no solo a clasificar mis creaciones, sino a adquirir otras», explica mientras manosea una carpeta o alcanza un lote de cuartillas pertenecientes a Pierre Tacher, autor de algunas instantáneas de principios del siglo XX. «Soy conservador y jamás tiro nada», admite quien cifra su colección en unos 40.000 negativos y 2.000 clichés clasificados. Aparte están las montañas de periódicos, casetes, láminas, carretes, cartas o hasta recibos y carnés personales que acumula en este cuarto. Sin olvidar esos óleos que oscilan entre lo abstracto y lo concreto, con escenas naturales de playas, animales o siluetas humanas: «Soy muy libre», afirma.

«Lo he ido consiguiendo de donaciones o de compras privadas», expone sobre este «botín» propio. Adama Sylla insiste en su rol de historiador y enfatiza la función de cada disciplina que maneja. La escritura, dice, complementa a la fotografía. Y la pintura es un reflejo elaborado del contexto. «Son todos un lenguaje necesario y una descripción para comprender el mundo», aduce, convencido de que solo con observar esos retales del pasado se puede degustar el sabor de aquellas jornadas. «Me basta una imagen para saber el año, por la estética o las costumbres. Tengo el conocimiento de la historia y, como un escritor con las letras, he ido juntando instantáneas para narrar la ciudad», asegura.

Una tarea que no ha atraído lo suficiente a ninguno de sus cinco hijos. Y que, aunque suscita cierto interés en organismos oficiales o particulares con olfato para lo incunable, prevé que se extinga. «Las nuevas generaciones ya no se preocupan por lo que ocurría antes», suspira Adama Sylla, más pesimista aún tras el parón de la pandemia. «Yo ya soy viejo y no podré seguir, pero no me quejo: estoy bien de salud y he ganado lo suficiente para hacer lo que me apetecía y tener tranquilidad», sostiene quien camina unos cuatro kilómetros al día, ve la televisión «para entender el mundo» y rehúsa lo digital: «A esta edad, ya no pillo las tecnologías», justifica entre cámaras que son analógicas hasta para lo que ahora tildamos de analógico –una de ellas, con la que posa, es de 1939.

En estos momentos, sus herederos directos son Ndiambe, vástago de 35 años, y la nueva pareja del fotógrafo, tras un divorcio. «He propuesto hacer un museo histórico, porque es necesario, pero no sé qué pasará», reflexiona Sylla, que ha llegado a vender a pinacotecas como el Metropolitan de Nueva York, «aunque estoy contento porque he hecho los proyectos que quería, no me he dejado nada». ¿Nostalgia, quizás? «No, ¿para qué?», responde Sylla, que sí subraya su «amor» por el «orden» que había con el colonialismo y la «magia» de otros períodos. «Previamente a los franceses había caos, guerra, esclavitud», enumera, «y en esa época había un sistema más metódico».

Además, cuando se colgaba la máquina al cuello «todo se arreglaba» y las sombras se volvían figuras palpables. Ahí están, sin ir muy lejos, la del niño que le devuelve a su infancia, la de la mujer azorada a punto de casarse, o la de dos adolescentes amenazantes a las puertas de una discoteca. Un repertorio que Adama Sylla almacena en su oscuro aposento. «Nunca he necesitado la luz. Sin flash también salen muy buenas fotos», confiesa con fundamento: entre sus manos se han retenido instantes eternos de Saint Louis.




Fotografía: Seidou Keïta/por cortesía de Photoespaña


Varias Áfricas


Por Alfonso Armada


A pesar de su larguísima trayectoria, de su talento, de su desdoblamiento como retratista y fotógrafo de paisajes, Adama Sylla no está solo en ese territorio de la fotografía africana. En la entrevista que en 2019 concedió a Laura Feal para «Planeta Futuro» confesó algo revelador: «He comprado obra a muchos fotógrafos, otros me la daban: no la querían. Muchos han tirado su obra al agua, ¿te imaginas? ¡No la han conservado! (…) No tenían esa preocupación por conservar. Caristan, Etienne ­Lagrange, Lopez, han tirado su obra al agua, a la basura!».

Una de las exposiciones más estimulantes de la última edición de PhotoEspaña fue «Eventos de lo Social. Fotografía africana en The Walther Collection», que se pudo ver en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hasta el 22 de agosto. Era la primera vez que una de las más celebradas colecciones de fotografía y arte visual de artistas africanos o afrodescendientes se presentaba en España. Me parece que no se le dio la importancia que merecía a una colección que pretende «redefinir la propia identidad más allá de la construcción generada desde Occidente». Esa fue una de las tareas que emprendieron los más lúcidos fotógrafos africanos, como Sylla, con una toma de conciencia que empezó por dejar de ser ellos objeto de interés clasificatorio o exótico, y, tras aprender la técnica y apropiársela, empezar a ver por ellos mismos, a mostrar su mirada sobre sus conciudadanos y sobre su territorio. Como se señalaba en uno de los paneles de la muestra, «el fotógrafo sudafricano Santu Mofokeng recupera viejas fotografías de familia e historias de vida con el propósito de crear una taxonomía contraria a la que clasificaba a la población negra como meros objetos de estudio etnográfico o de historia natural. Estas imágenes reflejan el interés del artista por recalcar la importancia de una subjetividad silenciada». Exactamente lo que hicieron con un rigor y talento excepcionales el propio Sylla, Malick Sidibé, ­Seydou Keïta o J. D. Okhai Ojeikere.

Es significativo que la encargada de revisar la Colección Walther fuera Elvira Dyangani Ose, cordobesa de origen ecuatoguineano, formada en Barcelona y Nueva York, que trabajó en el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas y que hasta hace unos días dirigía en Londres The Showroom, un espacio para dar a conocer a jóvenes artistas. Acaba de ser nombrada directora del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, y lo primero que dijo fue que quería convertir el MACBA en un lugar donde propiciar «los afectos y los cuidados». Al presentar la muestra del Círculo indicó que más que reconocer que «África vista por los africanos es simplista», de lo que se trata es de «resaltar el uso de la fotografía para contar que hay varias Áfricas».

Publicado por Javier Sánchez Salcedo en Mundo Negro

La memoria de Saint Louis 






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